Me encantan los sitios como éste, donde no existen normas para bailar.
Pequeño, oscuro y caluroso, la música es cutre y variada. Suenan los peores hits de cada género. El busto de un samurái, fabricado en fibra de vidrio, preside la pista. Un láser de colores lo salpica de manera intermitente.
Están ellos, los locales, y nosotras, las de enfrente, con la misma sensación del turista en cualquier parte del mundo.
Todos se sienten libres, bailan salsa dando "saltitos de pingüino", o reggaeton con pasos de techno. Todo está permitido, y hay una parte de cada uno que se descubre en su manera más libre y primitiva de bailar.
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